Hay un tipo de mujer que a mi me inquieta sobremanera.
Ignoro el por qué , pero siempre las asocio a la figura de Fidel, un personaje con el que conviví y consiguió sacar de mi el peor Suso que llevo dentro, ése que le gusta provocar para escandalizar al bobo, o a la boba con aires , esos de calesa y peluca empolvada.
Son mujeres que arrastran siempre esa desangelada fotogenia en la que trasciende el falso puerperio de la maternidad frustrada. Son las solteronas virtuosas, agrias y frías como un pedestal de hielo en Alaska a mayor gloria de Westinghouse.
No hay ternura en la mirada, y el rictus de sus labios necesitaría un butrón con una broca de Komatsu para poder sellar un beso. Abstraídas por el desencanto genético, pretenden conmovernos siempre con ese nefrítico gesto de dolor metafísico que lo que presagia es la taciturna laparoscópica y claustral luz de un convento de clausura.
A veces sonríen con aquella sonrisa amarga y sin aliciente, la trágica sonrisa decepcionada , triste y amargada, que parece, como si le tirase en los labios.
No hay pecado en ellas, tampoco virtud. Se muestran ejemplares, pero no hay quién las quiera imitar.
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