sábado, 29 de agosto de 2020

VENANCIO.

Hubo un tiempo que me dediqué a visitar enfermos. La costumbre se llamaba "Visita a los pobres de la Virgen".

Aquella  tarde fui con dos chicos que eran muy delicados. Como petalitos de rosas. Hoy los dos son gente muy principal. Se llaman Ramón y Borja

Fuimos a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados.

Probablemente para los dos desde aquel día ya nada fuese igual. Yo quedé para siempre en su biografía, y cada vez que ve un anciano desamparado, una monjita de anciano desamparado y algo parecido a una residencia de tercera edad, le vienen unos sudores, unos accesos y unas nauseas que no veas.

Las Hermanitas -que, aunque se llaman así, “Hermanitas”, son duras como el pedernal, fuertes como una estalactita y de hermanitas nada: te llevan un agüelo de cada brazo como si fueran de algodón. Una hermanita de esas que parecen tan frágiles, escuchimizadas y arrugadas, te pega un tortazo y te manda donde el viento da la vuelta.

Casi cada semana acudía las tardes de sábado con algún chaval y echábamos una mano en la Residencia. Normalmente eran tonterías: acompañar a un tipo que conoció el Mar Muerto cuando estaba Enfermo, hinchar cientos de flotadores patito a morro hasta el vértigo y el mareo total, flotadores que, supongo, les habría
regalado y que nosotros debíamos comprobar cuáles estaban pinchados, servir la merienda o la cena…Ya digo, tonterías. Era fácil salir de esas
visitas con una agradable sensación de buen chico, de buen samaritano, con una sonrisa de satisfacción y la conciencia de saberte guays.

Había una monjita, una hermanita, que no nos veía así como con muy buenos ojos. Le debíamos parecer los típicos “¡¡¡supersocorro, que me ataca un Lacoste!!!”, unos pijillos que no se sabía muy bien qué íbamos a hacer allí, unos yogurines guaperillas y chachis que bajaban de los barrios Ives Saint Lorans a hacer la buena obra del día. 

Y la tarde  que fuimos Ramón y Borja la “hermanita” dijo “hoy pillas”. Y pillamos. Ahora
mismo, mientras tecleo, tengo que levantarme de la silla y tomar aire sólo de recordar aquellas horas de horror y asco!!!.

Sonriendo Sor Sonrisitas  nos dijo dulcemente.

- ¿Podéis acostar a Venancio?

Venancio era un hiperanciano que estaba sentado en una silla sobre un cojín más gastado que el de Ironside.

- Venga, chicos, vamos a acostar a Venancio.

Ninguno habíamos acostado nunca a un agüelo. 

Pero, era Jesús con el rostro de Venancio Anciano, y allá que nos fuimos con Venancio –un brazo en mi hombro, otro brazo en el hombro de Ramón hasta la cama. 

Venancio se dejaba hacer. Era buen chico.

- Vosotros le bajáis los pantalones, yo me encargo de la camisa, ¿ok?.

Debieron de pensar que vaya cara, pero yo era el profe, qué caramba.

Estoy intentando desabrochar el botón primero de la camisa, el del cuello, con la lengua fuera y una halitosis de Venancio que anunciaba que algo no funcionaba allá dentro, cuando escucho a Ramón que le da una arcada, un arranque de nausea, un ataque de vomitera brutal, y se pone a potar a escasos centímetros  de Venancio que, impertubable, sigue mirándome a los ojos fijamente. A continuación, Borja, por un extraño fenómeno de ósmosis , también se pone a potar por el otro lado de la silla.

Yo, que soy muy mindunguis para esas cosas, y muy aprensivo, veo la potada de los dos, y me pongo a potar yo también, pero en el otro lado de la cama.

Venancio, nada, a lo suyo. Y nosotros como el Fontanone, dale que te pego.

Terminamos el primer pote de gomito y descubro alucinado y horrorizado que Venancio está en calzoncillos totalmente cagado. Una cascada de mierda que le cae calzoncillo abajo hasta los tobillos.

¡Vuelta a potar los tres ! Y Venancio como un campeón. Nada. Sólo nos miraba.

Nos vamos a la monjita con lágrima en los ojos y cara de besugo con arcadas.

- Hermanita, que mire lo que nos ha pasado…

- ¡Vaya por Dios! –dice así como si le hubiéramos comentado que le compramos
lotería de Navidad. ¡¡¡Ay Venancio, que no hay día que no hagas una!!!. 

- Nada, no os preocupéis, ya limpio la habitación, y vosotros llevadle al baño geriátrico y le limpias con la grúa.

- ¿Que le que le qué…?. ¿Grúa?...¿Baño?.

Eso no era una monja. Era La auténtica Sor Seneguer.

Acompañamos entre espasmos y extraños movimientos corporales a Venancio.

Lo de la grúa fue de traca. Lo colocamos como pudimos, lo colgamos de una especie de pañal enorme que se sostenía sobre un brazo hidráulico… pero la visión de esas pielnas repletas de heces, de ese cuerpo mortal, de esos miembros que en su día debieron de ser causa de admiración y no pocas sorpresas, nos hacía volver a gomitar y tener unas arcadas que nos dolía hasta
el ombligo. Algo patético. 

Venancio, suspendido entre el baño y el brazo hidráulico, balanceándose, nos observaba agarrados a la pared y echando la leche que mamamos.

Ya una vez medio recuperados, los ojos llorosos, y sin nada más que echar, porque ya no había nada más que echar, comenzamos a limpiarlo. Pero nos
parecía que allí se estaba produciendo un fenómeno extraño, porque más que
limpiar esparcíamos: era como si le estuviésemos limpiando con una bolsa de patatas fritas. Y fue en ese momento cuando Venancio me coge por el cuello del jersey, me mira fijamente a los ojos,  y me dice muy serio.

- ¿Porqué hacéis esto?.

Muy buena la pregunta, Venancio. Porque eso no lo sabía ni yo. Pero le contesté, así, por contestar.

- Porque me gustaría que me lo hicieran a mi cuando sea como usted.

No me llamó “ cabrón” porque lo tenía suspendido del brazo hidráulico y sospechaba en mi pensamientos asesinos, que si no…

Nos fuimos a la Hermanita y le dijimos que ya estaba hecho el encargo. La verdad es que nos tiramos con Venancio nuestras buenas tres horas, lo acostamos con algún palomino pero, bueno, para ser la primera vez –y la última– el encargo más o menos se hizo.

Las risas de la monjita todavía se deben de oír en la noches de luna llena en los pasillos de la Residencia.

Y a nosotros no nos volvió a ver el pelo en su vida.

Venancio, descansa en paz. 


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