Es una lección que, desgraciadamente, muchos aprenden tarde y malamente.: reconocer nuestros límites.
No me refiero sólo a los físicos, que también.¡Cuántos infartados!, ¡cuantos ictus!, ¡cuantas enfermedades psíquicas se dan por traspasar fronteras que el cuerpo ya avisaba que aquello no iba bien.
Es el “efecto ventrílocuo” : tú no hablas, pero tu cuerpo sí.
Conocí hace unos años a un padre de un colegio. Más majo que yo que me sé. Tiempo después tuve una entrevista con él y con mi jefe sobre un tema profesional. El papi era el director general de una multinacional de las de miles de trabajadores y cotización en bolsa.
Me llamó la atención que el tío padecía de unos tics horribles, de una agresividad infatigable, agotadora...en los ojos, en un brazo, que parecía levantarse cara al sol con la camisa nueva, en los hombros, que los arqueaba como de importarle un bledo todo..
No dije nada, pero en aquella conversación nos contó su agenda de aquella mañana – reunión con el comité de empresa, acuerdo con la directiva del Barça, videoconferencia con la dirección en Francia...a la salida le comenté a mi jefe “¡este tío es una bomba de relojería!, ¡no era así!...¡casca en nada!.
Y cascó. Le dio un zamacuco y a boxers.
Pero también hay empresas que tienen “sus límites”, deportes que tienen sus “límites”, relaciones afectivas que tienen sus “límites”, medicaciones que tienen sus “límites”, formas de educar que tienen sus “límites”...
Reconoce que todo tiene sus límites y aprende a interpretar tus propias señales que te indican que te acercas a los límites o que ya los has sobrepasado.
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