Una mañana en Roma estábamos en una pequeña Iglesia cercana a San Juan de Letrán. Allí se venera la columna donde flagelaron a Nuestro Señor. Es una Iglesia pequeña. La capilla de la columna estaba a la izquierda y delante, en unos bancos, nos arrodillamos todos a rezar el Rosario. Deberíamos estar en el tercer misterio de dolor cuando se oye el chirriar de la puerta de entrada y vemos entrar dos chicas de unos veinte años.
El que dirigía el Rosario tartamudeó al verlas. No era para menos. Las dos eran de la UNIV, llevaban el distintivo del congreso, y una de ellas, todo sea dicho, la mujer más guapa que ninguno de los que allí estábamos habíamos visto jamás en nuestra vida, y mil vidas que tuviéramos. Una margarita preciosísima. No es extraño, pues, que tartamudeará el fiel. Era para enmudecer y quedarse absorto.
Mientras entraban en el templo la puerta quedó entreabierta y vimos como un perro y un gato que pasaban por la calle se giraban a verlas. Con eso lo digo todo.
Una de ellas era pelirroja, con melena que parecía una cascada de fuegos artificiales. Sus ojos eran como cuando en una joyería te muestran diamantes sobre terciopelo negro. Fascinantes. Alta, estilizada como un junco, andaba así como de puntillas, muy pijina. Pantalón vaquero, blusa blanca, jersey anudado en las caderas. Más que andar la chica le hacía la raya a las baldosas del templo...
Las niñas se hicieron las tontas, como si allí no estuviéramos cien Petronios de la UNIV, tartamudeando avemarías, carraspeando, con tics en un ojo y cosas así. Lo que estaba claro es que las dos habían quedado con dos de nuestra convivencia para comer por Roma (además ellas a esa hora tenían tertulia con el Perlado). Le delataban a la pelirroja los ojos de Scarlette O`Hara buscando entre los bancos a Gable y que parecían gritar "¿dónde estás cervatillo mío, donde te hallas?".
Como que no les va el asunto con nosotros se dirigen a un San Antonio con cientos de velas encendidas que estaba al lado del banco donde dos más y yo rezábamos atropelladamente, las teníamos a escasos dos metros, aunque con piedad. Sudábamos. Sudábamos mucho y las bolas del Rosario resbalaban que no veas.
Yo, aunque piadoso, no pude menos que esconder la cabeza entre mis manos y mirar por la ranura de mis dedos el culo de la Roya. Soy muy débil.
Las niñas cogen una caja de cerillas, miran a San Antonio un ratito en silencio, y la pelirroja hace un gesto muy coqueto con la melena meciéndola de izquierda a derecha , y en esto, se oye un ¡¡¡FRIUUUUUUUSSHH!!! Y vemos que la magnífica crin de la chica comienza a arder como una antorcha. Las niñas, al ver la pira, pegaron un grito Chuki total. Los cien dimos un respingo del treinta y tres. Fue visto y no visto. Algo espectacular.
El cabello, al mecerlo de izquierda a derecha, contactó con una vela y prendió. La laca y la colonia hicieron el resto.
Y entonces yo, ¡¡¡sííí, yo mismo!!!, me abalancé sobre ella como un campeón. Olía a socarrado la chavala que no veas- y le metí un sarta de mangazos en la cabeza con mi jersey que le puse mirando a las Catacombe. Después oculté su cabeza, su chupachups habría que decir, en el jersey para que no se avergonzara de su nueva condición de calvorota , y la acompañé a la calle.
Al descubrir el jersey me ocurrió lo mismo que a San Francisco de Borja cuando vio los despojos de la Reina: me quedé estupefacto y desengañado de la belleza del mundo. La chica parecía una hucha del Domund, sólo que en vez de ranura tenía un matojín de pelo en el occipital y otro en el parietal.
Y sí, también me hice mi particular consideración espiritual: nunca más servir a pelirroja que se vaya a socarrar.
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